Jorge de Cascante, uno de los biógrafos de Gloria Fuertes, cuenta en el libro que por título lleva el nombre de esta genial poeta, editorial Blackie Books, para más señas, que cuando la autora madrileña frisaba la edad de setenta años, en un encuentro con lectores de poesía, suspiró para sí y en alto estas declaración: «Estoy muy sola». Un matrimonio septuagenario, que a su lado estaba, al escucharle, se acercó y le preguntó: «¿Podemos adoptarla?», «y, ante notario», nos cuenta de Cascante, «adoptaron a Gloria Fuertes».
La poeta, porque poetos son los hombres, recibió compaña de estas dos personas durante todo el tiempo que la vida le regaló desde aquel sincero y bello pronunciarse. No fue poco. Lo que precipitó esta acción tan generosa y genial, fueron las palabras de la poeta en las que se quejaba mimosa de su soledad, en las que se dolía en voz alta de su situación y también de su vacío. Un vacío al que personas de cualquier edad y condición estamos expuestas y al que solo la compañía llena. La soledad no deseada, la soledad impuesta, en muchos casos por culpa, o por rigor de la edad, encuentra en el otro, en la otra, en los otros, en las otras, un camino de salida hacia el bienestar, hacia el autonococimiento, hacia la autonomía y el esplendor del ser siempre en uno desde el otro y con el otro, hacia lo que la psicología positiva de la postmodernidad nombra como el bien vivir, solo y exclusivamente porque somos seres sociales, es nuestra condición inexorable, ¡mira qué bien! La autosuficiencia, por mucho que digan algunos, es un pasadizo hacia el delirio. El individualismo, por mucho que tantos lo alaben, es un profundo y nefando pozo.
El verbo acompañar es definido así por el diccionario de la RAE: Estar una persona con otra, o ir junto a ella. Yo diría ir junto de ella. No es por corregir a los académicos, sino por aportar otro matiz. Es de sobra conocida la reiterada redefinición que el escritor argentino Julio Cortázar repetía a todo aquel que le preguntaba por su mujer, o por su esposa, términos que al bonaerense honda estima no le merecían y a los que sustituía en deferencia a la mujer que compartía sus días con él, por la expresión compañera de ruta, mucho más exacta para con su sentimiento de ese estar y ser compartido que es al amor, uno de tantos vivires acompañados y acompasados que existen.
La etimología nos cuenta, nunca desde un solo origen, que la palabra compañía y sus semas-semillas, puede que provengan del vocablo latino companis, y que literalmente se refiere al momento en el que se comparte el pan con otra persona. Algunos textos sostienen que uno de los momentos fundacionales de este nombrar puede que esté contenido en el acto ritual que inaugura el concepto de fraternidad humanista en su última cena el Cristo, hecho al lado de sus compañeros, aquellos con los que comparte el pan tras el lavatorio de pies. Se sabe hoy, que el primer lugar donde se encuentra esta palabra, compañía, ya en romance, es en las Glosas de Santo Domingo de Silos, aquellas anotaciones al pie de página y al costado de los pergaminos de distintos manuscritos latinos a los que intentaban darle una traducción arromanzada aquellos monjes que sabían latín y euskera, esos tipos que ni se imaginaban que estaban, como quién no quiere la cosa, dando inicial esculpido a lo que hoy llamamos lengua castellana o español en América.
Pues bien, la etimología también nos aporta una definición desde el sorpasso latino a otra lengua romance, el francés, donde la palabra accompagner, se traduciría como acompañar, como la acción de caminar junto a otra persona, sería casi un correlato de la acción de comer el mismo pan que un otro, el prójimo, el cercano.
Hasta finales de los años ochenta, el término acompañamiento se refería casi exclusividad al mundo de la música. Así, esa palabra seguida de musical nos definía el encuentro estructurado, improvisado, subrayador, contrapunteado, o lo que considerare el músico que creó la partitura. En cualquier composición musical en la que haya dos o más instrumentos, existen pasajes de acompañamiento musical. Jordi Planelles nos lo explica:
Me vienen a la mente imágenes de un flautista que interpreta un solo de una pieza barroca mientras lo acompaña un clave. Allí se visualiza con fuerza algo que me interesa destacar: la posición de los dos músicos, ambos con sus instrumentos musicales, con sus partituras, con sus ritmos, sus técnicas interpretativas, etc. se da algo especial, casi mágica: una relación basada en la intersubjetividad(…) Se trata de música, de interpretación, de un himno, de escuchar con atención la interpretación de otro, de conectar con armonía frente a las cacofonías caóticas. Aunque nos lo parezca, todas estas ideas no son tan distintas de lo que pensamos por acompañamiento social, ambos necesitan del rigor, de los acordes complementarios así como de las puesta en juego de una buena armonía.
Maravillosa sensación, el clave se pone en la piel de la flauta y viceversa, podríamos apuntar.