La ciénaga del miedo

01/06/2021

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Juan Ramón Jiménez

 

Peter Handke, uno de los últimos premios Nobel, escribió una novela con este curioso título: El miedo del portero al penalty.


En ella se cuenta la vida de un jugador de fútbol, un portero que se siente desplazado del mundo en el que vive. Se podría decir que se trata de un inadaptado. Una persona sola frente al cosmos. Alguien que tiene miedo a su  interior y al mundo que le rodea también. Alguien que se ve incapaz de hacer lo que siempre ha hecho: detener un balón en el momento de la pena máxima. El mundo se ha hecho tan vulnerable que ahora nos es difícil realizar lo que antes hacíamos de manera automática. Curioso.


En estos días de junio, mientras las ciudades recuperan su pulso gastado por tanto segundo junto de pandemia y malestar, las terrazas se llenan de entusiastas poco a poco, los antiguos juegos florares vuelven a su particular escaparate para llenar de palabras los certámenes y eventos poéticos y musicales que toda primavera trae, tímidas ferias del libro sacan a las plazas las borriquetas que sujetan las tablas con ejemplares novedosos, pero aún existe un sentir general de gran desasosiego, incertidumbre, de miedo soterrado que no escampa.


Los miedos pululan ahora como moscas en setiembre, se posan en la nariz de la que menos se lo espera. El miedo es una mosca, ¡Qué pegajosa es!, decían las tías en la casa del pueblo cuando los calores veraniegos llenaban las tardes de fuego en cada setiembre y las moscas se hundían en los vinagres de las ensaladas y en las horas dulces de la húmeda siesta.


El miedo lo provoca el instinto de supervivencia. El miedo bueno, el que ayuda a escapar o esconderse de un peligro real, evidente. Hay otro, el malo, el irracional, el que parece más real que el primero, el miedo neurótico y paranoico, el miedo a lo que no se sabe, a lo que se desconoce  pero sentimos cerca. Esta sensación temerosa es difícilmente controlable debido a la invisibilidad de su causa. El miedo este del que se habla tiene que ver con la soberbia del conocimiento. Llegados a este punto, para no tener este miedo, quizá hay que pringarse de humildad: hay cosas que desconocemos y desconoceremos siempre.

Agotados por la esperanza, toda va a cambiar, todo volverá a ser lo de antes, oxidados por frases hechas que no atinan con la diana de la realidad, pero que nos han llenado la impedimenta de piedras durante los últimos meses, un año ya, el mundo actual se enfrenta a un desconcierto imaginativo en el que los miedos son los cicerones de las ciudades y los tiempos que no se han construido todavía.

El futuro siempre se escribió antes de su acontecer. Es y ha sido una manera de controlarlo, de templarlo, de prepararse para él. Pero es dialéctica pura, porque la misma fuerza que imagina futuros es la que diseña los malos miedos. Antes de que Armstrong viajara a la Luna ya lo imaginó Julio Verne. Medio siglo antes de que tuviéramos en la mano esa cosa llamada smartphone, ya fue escrito por Philip K. Dick. Isaac Asimov pergeñó hace mucho las colonias en planetas de nuestro universo. Hoy, pocas y pocos se atreven a pensar en lo que vendrá. Atrapados como estamos en los escondrijos del miedo, Izuen gordelekuetan barrena, como tituló Sarrionandia uno de sus libros, somos hormigas que perdieron la brújula de su mundo y se chocan en laberintos antaño conocidos y ahora peligrosos, brazos huecos de tierra que parecen no llegar a parte alguna.

El presente es lo que sucede mientras estamos en otra, mientras pensamos en lo que vendrá. No tenemos ni idea, pero puede que haya que comenzar a imaginarlo. Ahora, que la realidad y la ficción se confunden, puede ser un gran momento para inyectar ficción en la vena de la realidad y así confeccionar con tiento y tiempo el porvenir.

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