El que no sabe mutilarse a sí mismo sin piedad no es capaz de sobrevivir en este mundo.
Jacinta Escudos
Es París, aunque puede también que sea otra ciudad de nuestro mundo, de nuestra realidad. Lo que está debajo es lo real, algo impredecible. Lo real es un columpio, una voz, un jadeo, una serifa, nunca un paralelepípedo. Jamás una noticia.
Pero es París, la capital del mundo en la era de los bigdata de la ciudad tecnológica y postmoderna, cuando prosigue la soledad de los cuartos y alcobas sin gente, de las cocinas con cercos de vino en los silestones, de los traspatios de ropa tendida, de las esquinas ilusorias de la vida, de los callejones donde los amantes se despiden para no retornar a su punto muerto, de los cafés en los que un rostro tras el cristal, taciturno, nos mira sin mirarnos, la soledad entre la multitud, la inquietud en las niñas de los ojos, cuando Atget siempre, cuando Eugene fotografió el silencio de las calles vacías y espectrales al amanecer.
Dans le bleu cristal du matin, escribió Charles Baudelaire, el diablo tierno que retrató Nadar mediante una exposición de un par de horas de quietud. La era que se inició con el colodión húmedo y los daguerrotipos. Cuando los espejos y sus imágenes acabaron por hacerse ciegas y no reflejarnos.
Es París y es enero invernal del año dos mil veintidós, dieciocho para ser exactos, porque el diecisiete ya se fue, se cerró hilo a hilo con un atardecer de hielo negro en la columna vertebral, en la nuca.
A las veintiuna horas del diecisiete René Robert todavía no sabe que va a morir, pero acaba de cenar. Imaginemos que ha dado buena cuenta de una tortilla, un yogurt, un café negro engalanado con una lámina de chocolate ciento por ciento puro cacao. Y como si fuera Kafka, se quita el batín dispuesto a salir, a dar un paseo por su distrito, por la Rue Turbigo, la calle donde vive, cerca de la Plaza Republique.
Lo que ocurrirá no ha sucedido aún, pero la certeza ya tiñe todo del tono contrastado y viejo de una foto anciana. Como las de Atget. Otra vez Atget, aquel fotógrafo de rostro cansado como el de los viejos actores. Como sus fotos, las de Eugene, el viejo París, las calles desiertas.
Cuando hace mucho frío, la noche del diecisiete de enero de este año, por ejemplo, en París, el tiempo se encapricha de sí mismo, se cela y se masturba, se hace grieta, se mueve de un siglo a otro con la rapidez del segundo mientras la noche se posa lánguida y precisa en el hemisferio norte y espejea sombras en el Sena, cerca del portal donde René Robert baja las escaleras y se apoya en un barandal Art Nouveau o Sezession. Se escucha el llano de Rocamadour y la Maga se pierde en el Pont Neuf.
A los doce años René cogió una cámara por primera vez, puede que fuera Leica, y durante el resto de su vida se dedicó a fotografiar los lugares ocultos del alma humana que aparecen en los gestos, en la boca y en los ojos semicerrados de los cantaores de flamenco. Camarón en blanco y negro y Paco de Lucía y como el agua también, con esa pureza, retrató en teatros parecidos al Olympia,- donde Paco Ibáñez entonó muchas veces a galopar, hasta enterrarlos en la mar, a lomos de un caballo cuadralbo, como lo hace siempre la solidaridad, – a Cristina Hoyos, Antonio Gades, Agujetas, El Chocolate, Chano Lobato, Fernanda de Utrera y María del Mar Moreno. Y los haluros de plata que quedan en las fotos de René, hasta frasean quejíos y taconeos de contraluz en medio de un extremo blow-up. Antonioni sabe de qué hablamos cuando hablamos de luz y de sombras.
Abre su portal René y quiere caminar la cena, y anda, pero se siente mal. Faltan unas pocas horas para que lleguen al quiosco que tiene en frente los periódicos L´Humanité, Le Monde, Le Figaro, Liberation, Charlie Hebdo, papeles de prensa donde la noticia de la muerte de René, que ahora él desconoce, encontrará huecos en sus secciones, entre filetes, renglones y titulares, con distintas tipografías, una semana más tarde. Puede que la vergüenza por este suceso haya dejado en barbecho una noticia que no se anuncia al instante y que se guarda unos días, hasta que el arrobo y el sonrojo por contar públicamente lo que ha sucedido pueden más que la corrección política. Miseria humana.
René se desploma. Se golpea la frente contra los adoquines de París bajo los que ya no hay playa ni mar. Al poco alguien pasa y no ve el cuerpo tumbado en el suelo. Su fugaz mirada lo observa como algo invisible. Y así pongamos que pasan más personas durante nueve horas, mientras la noche de París se encoge de frío y el cuerpo de René se despide sin querer hacerlo de la vida que le llevó a la muerte con ochenta y cinco años. Un hombre mayor que muere en la calle y no es atendido por nadie, atrezzo de la ciudad, uno más, un mendigo. Un presentador de un canal de televisión local francés, Michel Monpontet, cuando la noticia de René Roberts ocupe todos los informativos dirá esto:
“René Robert, asesinado en plena calle en París por la indiferencia de los transeúntes. Lanzo esta pregunta: ¿Cómo hemos llegado a olvidar la base misma de lo que hace a la humanidad? Descansa en paz, querido amigo.”
Y la vida sigue y pasa, señora del tiempo, como si no pasara nada, ni siquiera la vida que acaba de morir, la que ha muerto con René Robert.